domingo, 30 de agosto de 2009

Columna La Vida Sigue: La Radio (Todo en Domingo)

Por Rafael Osío Cabrices

Cuando yo estaba en la escuela primaria y, hacia quinto y sexto grado, comenzaba a interesarme en la música, lo primero que hacía al llegar a casa, mientras esperaba que me llamaran para almorzar, era encender la radio. Eso pasaba en Valencia, así que lo que sintonizaba era, principalmente, Radio Satélite, una emisora AM que ponía lo que entonces se llamaba "música moderna". Creo que era ahí mismo donde transmitían Nuestro Insólito Universo, que siempre fue para mí un momento especial, unos minutos atento a los grandes enigmas del cosmos, en el que a un muchachito se le permitía medio asomarse a los entretelones de la realidad.

Cuando me vine de Valencia a estudiar a Caracas, con 17 años de edad, llegué a una residencia en El Paraíso llena de gente extraña y no sabía muy bien qué hacer aparte de ir a clases y al cine, y luego encerrarme en el cuartito que alquilaba. Allí, mientras leía las fotocopias de aburridísimos textos de Sociología que nos obligaba a leer Maryclen Stelling o las novelas rusas que conseguía usadas y desconchándose en Sabana Grande, escuchaba la radio. Sobre todo, los programas de música de Frank López y Julio César III Venegas, si no recuerdo mal en la FM de Capital. No había una sola vez en la que no sintiera que estaba aprendiendo algo de esos tipos. Me enseñaban sobre músicos e incluso géneros que yo desconocía. Y eso me brindaba la compañía que en esa época, que no fue fácil, realmente me hacía falta.

Cuando pasaba los fines de semana o mis vacaciones en Valencia, antes de terminar de romper el cordón umbilical con la ciudad en la que me crié, me gustaba manejar de noche oyendo en la radio viejas canciones de Eric Carmen o de Mecano. Entonces no había tantos peligros y era un placer recorrer las calles azules mientras el aparato del carro irradiaba toda aquella música que me sintonizaba con la época en que me volví un niño melómano.

Recuerdo haberme pegado a la radio en las finales Caracas-Magallanes, durante los días posteriores al deslave de 1999, en las muchas jornadas dramáticas que hemos tenido en los últimos años, desde elecciones hasta conmociones naturales o económicas. La Emisora Cultural o la radio del Ateneo me ayudan a mantener la cordura en el tráfico y Unión Radio me asiste mientras trato de explicarle a mi hijo, rumbo a la escuela, en qué país vivimos. Cuando me pongo a pensar en la radio, tengo que recordar toda mi vida. Puesto que para mí ella ha estado por ahí, encendida, siempre. He visto lo que significa la radio en una ciudad de cuatro millones de personas y en un hato del alto Apure.

Cuento esto como un agradecimiento a un medio al que le debo mucho, aunque nunca he tenido el honor de trabajar verdaderamente para él. Un medio que todavía en la era de Internet me parece pertinente para las vidas de todos, y profundamente democrático: en la radio hay espacio para todo el mundo, para la inteligencia, incluso para la estupidez. Es un medio magnífico para encontrar entretenimiento, y también para ayudarse en la necesidad y la emergencia. Y que lo digan los marinos, los taxistas o los vigilantes.

Por eso es que uno ha oído mucha radio en la vida. Creo que si pudieran conectarnos un cable de audio en la cabeza, nos saldría un archivo nostálgico de jingles, frases hechas y éxitos de oro, como Wall-e. Y por eso es que todos la necesitamos tanto.

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